Meses atrás, en febrero, ante la
inminencia de esta Feria, Silvina Friera publicó en Página/12
un artículo donde desarrollaba la problemática de la falta de
papel que afecta muchos países. A la escasez de papel, producto de
la pandemia y el aumento en los costos de energía en el mundo, se
le suman en nuestro país los problemas habituales: la industria del
papel es oligopólica, el papel se cotiza en dólares, y aun
cotizando en dólares, tiene inflación y ningún tipo de
regulamiento desde el Estado.
En consecuencia, para las editoriales pequeñas y medianas se
torna muy difícil planificar la edición e impresión de libros. La
falta de papel se debe a la menor producción de las dos empresas
productoras de papel para hacer libros. Una es Ledesma, propiedad de
la familia Blaquier/Arrieta, una de las más ricas del país,
apellidos vinculados con la última dictadura en crímenes de lesa
humanidad, además de relacionados con la Sociedad Rural, escenario
en el que hoy estamos. La otra empresa es Celulosa Argentina.
Su directivo es el terrateniente y miembro de la Unión
Industrial José Urtubey, conectado con la causa Panamá Papers. Los
oligopolios han producido menos por problemas internos y por la
pandemia. Y cabe destacarlo: han destinado su producción a papel
para embalar o para cajas, y no tanto al papel de uso editorial.
Para hacer un libro de unas 160 páginas, con una tirada de 2.000
mil ejemplares, se necesitan entre papel interior y papel de tapa
más de 150.000 pesos de inversión.
Un editor independiente proponía como solución la intervención
del Estado. Por ejemplo, la creación de una papelera del Estado.
Pero, por supuesto, como no ocurrió en el escándalo Vicentin, es
improbable que suceda su intervención. Sería un hallazgo, en la
crisis que atravesamos, crear una papelera con participación del
Estado, que nuclee a los cartoneros y a las cooperativas.
Al leer esta noticia me pregunté qué tenía esto que ver
conmigo, con la hoja en que empezaba a escribir este texto una noche
en el bosque. En los últimos treinta años, desde que me afinqué
en Villa Gesell, esta "tierra elegida" como la llamábamos
con mi amigo Juan Forn, escribo con una birome negra en un cuaderno
de hojas lisas.
Me gusta el fluir de esta escritura en silencio, una grafía que
se vincula con el dibujo, y el dibujo, a su vez, me devuelve a mí
mismo. Así me pregunto quién soy, y si esta ignorancia no es la
que induce a la búsqueda de un sentido que a menudo se me rehúye.
La escritura, conjeturo, debe saber más de mí que yo.
Tal vez esta sea la razón por la que en los últimos años me
dediqué a la lectura y escritura de notas sobre poesía. En tanto,
con la birome negra en un cuaderno, escribí en la ciudad, en
micros, en trenes, en el mar y también en el bosque. Y fue en el
bosque donde mi escritura se volvió más reconcentrada y, a un
tiempo, abierta, tratando de conectar en un modo zen el uno con el
todo.
El monje taoísta vietnamita Thich Nhat Hanh dice que la hoja
donde escribo contiene el árbol del que proviene, desde la semilla,
pasando por la lluvia, el sol, las estaciones, una historia
concerniente a la naturaleza ante la que no puedo hacerme el
distraído. Intentaré evitar irme por las ramas.
Hace un instante comentaba el silencioso acto de la escritura con
el destino final que uno puede, con suerte, atribuirle: la
publicación. A qué precio, vale preguntarse. En un posteo de un
editor independiente leí que imprimir un libro de 290 páginas
cuesta tres cuartos de un millón de pesos, aproximadamente más de
700.000 pesos. Además, vaya detalle, no son pocos los autores que
pagan una parte de la edición con tal de ver publicada su obra.
Debe haber sido en noviembre. Cuando fui convocado a la
inauguración de esta Feria experimenté sentimientos
contradictorios. Me acordé de la biblioteca de mi padre perseguido
político en la casa de un Mataderos de calles de tierra, hedor de
frigoríficos y curtiembres.
En esos años fue la toma del Lisandro de la Torre y la
insurgencia barrial ante los carriers y los tanques. La biblioteca
estaba en el fondo de casa, en un galpón lindante con el gallinero,
era vasta y en sus estantes, tablones hasta el techo de cinc,
cargadísimos, convivían, entre otros, Bakunin y Zola, Barbusse y
Dostoievski, Maupassant y Marx, Arlt y Martínez Estrada.
Me vi más tarde, a los quince, cuando empecé a trabajar de
cadete en una agencia de publicidad. Me detenía en las librerías
de la avenida Corrientes y en los puestos de usados de Tribunales.
Cuando el dinero no me alcanzaba robaba los libros. A los quince iba
formando mi propio programa de lecturas: Sartre, Hemingway, Camus,
Pavese, Vitorini, Duras, Pasolini, Guinzburg, Faulkner, Woolf, Mc
Cullers, O´Connor, Hamsun. Descubría a Gelman, Bustos, Bignozzi,
Bailey, Porchia, Thenon, Urondo y Pizarnik. Leía El Escarabajo de
Oro y La Rosa Blindada. Era el tiempo de, entre otros, Castillo,
Guido, Dal Masetto, Hecker, Rivera, Orpheé, Puig, Lynch, Briante,
Gallardo, y Piglia.
Siempre pensé que el premio mayor para una escritora o un
escritor debe ser que una piba, un pibe, detecten mañana tu libro
en una bandeja de usados, ese entusiasmo al encontrar y encontrarse.
Todavía lo sostengo. Desde esta construcción de mi escritura hablo
esta noche.
La Feria siempre me generó tensión. Y no sólo porque uno se se
topa con un injuriante pabellón Martínez de Hoz, que homenajea al
esclavista y saqueador de tierras indígenas, antepasado del
tristemente célebre economista de la última dictadura. Decir Feria
implica decir comercio.
Esta es una Feria de la industria, y no de la cultura aunque la
misma se adjudique este rol. En todo caso, es representativa de una
manera de entender la cultura como comercio en la que el autor, que
es el actor principal del libro, como creador, cobra apenas el 10%
del precio de tapa de un ejemplar.
En esta Feria se han escuchado y se siguen escuchando discursos
bien intencionados acerca de la función del libro, de su
trascendencia, su empleo como objeto tanto de placer como de
herramienta educativa. En fin, discursos que pronto habrán de ser
olvidados.
Cuando fui convocado planteé dos cosas: leer los discursos de
quienes me antecedieron y el pago de honorarios. Sólo pude leer,
gracias a la inquietud de Ezequiel Martínez, a los últimos cuatro
o cinco discursos. La organización de la Feria, presumo, no
conserva los anteriores, lo que puede interpretarse como desidia
hacia lo que esas voces reclamaron en cada oportunidad.
Con respecto a mis honorarios, a Ezequiel, además de honesto
periodista cultural, hijo de un gran escritor, no puso reparo. Es
más, coincidió en que se trataba, sin vueltas, de trabajo
intelectual. Y como tal debía ser remunerado, aunque hasta ahora,
como tradición, este trabajo hubiera sido, gratuito. No creo que
mencionar el dinero en una celebración comercial sea de mal gusto.
¿Acaso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?
Quiero aclararlo, en los años que llevo publicando debí
demandar a varias editoriales, incluyendo alguna progresista, para
recuperar los derechos de publicación de un libro una vez vencido
el período del contrato y otros incumplimientos de cláusulas
acordadas.
En esas demandas me asistió el amigo Oscar Finkelberg, un
especialista en derechos de autor. Tomás Eloy Martínez supo
agradecerle a Finkelberg en una dedicatoria haberle probado que los
derechos de autor son también derechos humanos.
Nuestra relación con los editores es siempre despareja. Nos
sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre, no otra cosa es la
tinta. El editor es propietario de un banco de sangre compuesto por
un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones
desfavorables para quienes terminan donando prácticamente su obra.
De manera que, desde que recibí el ofrecimiento de intervenir
acá, no pude menos que, todo un trabajo, todos los días dedicarme
a pensar de qué iba a hablar, qué decir. En principio, me dije,
debía y debo agradecer a quienes me propusieron como forma de
reconocimiento a mi producción.
Pero elegí, elijo, ahondar en la tensión. Es decir, elijo la
sinceridad. Más tarde, a través de algunos amigos, algunos
editores, y no daré nombres, supe de quienes se opusieron al pago.
Su argumento consistía en que pronunciar este discurso significaba
un prestigio. Me imaginé en el supermercado tratando de convencer
al chino de que iba a pagar la compra con prestigio.
Entre quienes cuestionaban el pago de honorarios no faltó quien
planteara que, de pagar, la cifra dependería de la extensión del
discurso. Me pregunté a cuánto podría reducirse la suma si yo
decidía resolver el discurso, en modo patafísico, con un aforismo.
Además, convinieron esos editores, si se me pagaba, se establecía
un antecedente que perjudicaba los intereses de la Feria.
¿Qué los sorprendía? Es que quienes me precedieron en este
lugar, comprometidos con la defensa del libro, nunca habían
cobrado. El uso que de estas figuras hizo la Feria en función de su
propio prestigio ha sido mala fe ideológica y no se obviar. Por
tanto, soy el primer escritor que cobra por este trabajo.
Como se apreciará, me limito a narrar hechos y describir.
Procuro una narración realista que puede ilustrar los porqués de
mi tensión en esta Feria y preguntarme cuánto en ella, más allá
de las presentaciones de libros, mesas redondas y debates, es su
real interés en la literatura, su significación.
A esta Feria, queda claro, le importan más los libros que más
se venden, que, como es sabido, suelen ser complacientes con la
visión quietista del poder. Conviene quizá que lo aclare: la
literatura que me interesa - trátese de ensayo, poesía, narrativa
-, ilumina, perturba, incomoda y subvierte.
Otra situación que no se puede soslayar es que las sucesivas
crisis económicas han afectado no sólo la industria editorial. No
es una novedad que nuestro país ha superado el 40% estadístico de
pobreza y que la línea de hambre es impiadosa.
En su introducción a los Hechos del Rey Arturo y sus Nobles
Caballeros de Thomas Mallory, John Steimbeck escribió: "Hay
muchas personas que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó
aprender a leer. Quizá se trate del mayor esfuerzo emprendido por
un ser humano, y debe afrontarlo cuando niño.
Un adulto rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir
la experiencia a un orbe de símbolos. Los seres humanos han
existido durante mil millares de años, y sólo han aprendido este
prodigio en los últimos diez últimos millares de los mil
millares".
Corresponde entonces preguntarse si un chico con hambre está en
condiciones de realizar esa operación, asimilar conocimiento cuando
no ha asimilado alimento.
Al mismo tiempo, si retornamos a la crisis del papel, no podemos
dejar de lado el crimen impune de las políticas extractivas que
sustenta el estado y contribuye al desastre de la naturaleza. No me
desvío demasiado: hace un tiempo también leí en The Guardian que
la estadística de millones de fugitivos de los desastres climáticos
supera los millones de refugiados por desastres bélicos:
aproximadamente dieciséis conflictos bélicos en la actualidad.
En nuestro país los incendios forestales son tan graves como los
efectos asesinos del gaseo pesticida. A propósito, les recomiendo
el libro del fotorreportero Pablo Piovano. En esas imágenes
espectrales de seres deformados podrán observar eso que los medios
invisibilizan, una tragedia ninguneada y oculta que no es tan
espectacular como las secas de cuencas acuíferas y los incendios.
Tampoco, se me dirá, es pertinente traer acá la indigencia de
los pueblos originarios y sus territorios que históricamente les
pertenecen y les fueron expropiados a partir del genocidio roquista.
Sin embargo, tanto el asesinato de Santiago Maldonado y Rafael
Nahuel como la represión sobre el pueblo mapuche están en línea
directa con esta estrategia de expoliación y entrega de recursos.
La teoría literaria, sostiene el marxista irlandés Terry
Eagleton, es, ni más ni menos, que teoría política. Leída desde
esta perspectiva, desde sus orígenes, nuestra literatura está
signada por la violencia política: el indio, la mujer y el
inmigrante son las víctimas y han sido y siguen siendo muchas veces
escamoteadas.
Toda nuestra literatura, incluso aquella que se define como de
evasión, aunque se haga la otaria, también tiene que ver con la
violencia política. Es que, me digo, si escribimos no podemos
jugarla de inocentes. Si me remito a los versos de John Donne queda
claro por quién doblan las campanas. Doblan por nosotros.
Otra pregunta me queda picando: ¿es una paradoja o responde a
una lógica del sistema que esta Feria se realice en la Rural, que
se le pague un alquiler sideral a la institución que fue
instigadora de los golpes militares que asesinaron escritores y
destruyeron libros? En lo personal, creo que esta situación
simbólica refiere una violencia política encubierta.
Cuando pregunté, antes de venir, por qué la Feria se realiza
aquí y no en otro espacio, Ariel Granica, hijo del editor exilado
en el 76, tuvo el gesto solidario y comprensivo de explicarme que no
hay otro lugar de magnitud capaz de albergar tantos expositores y
facilitar el ingreso de una multitud.
De producirse un cambio de geografía, me dijo, dependería de la
colaboración del estado en facilitar un predio afín. Le cité el
ejemplo de la Feria de Guadalajara. Y Granica me informó que dicha
Feria, a diferencia de esta, dispone no sólo del respaldo sino
también del apoyo económico del estado mejicano.
Si la Feria le paga una fortuna a la Rural, esto justifica la
cuantiosa cifra del alquiler de los predios de los expositores. De
modo que quien visita esta Feria, debe contemplar que al costo de la
entrada debe sumarle el precio del libro. Alguna vez esta Feria tuvo
como lema propiciar la relación del autor con el lector. La sombra
del dinero enturbia, como vemos, la naturaleza de esa conexión.
Quiero, en este relato, plantear otra pregunta: si este es el
cuadro de situación de la Feria, que no es nuevo, en medio de esta
crisis económica que depreda nuestro país, ¿quiénes son los
lectores que llegan al libro sino los de una clase media pauperizada
siempre y cuando no gasten demasiado en la gaseosa y los panchos?
Acá se habla de los riesgos de la industria, se repite retórica
la necesidad del acceso a los libros, se habla y se habla.
Parafraseando a Greta Thumberg, blablablá. Pero cómo hablar de
lectores, me pregunto, si se elude desde los estamentos
gubernamentales la enseñanza y el aliento de la lectura, que no se
arregla ingenuamente repartiendo fascículos literarios en las
canchas ni con una candorosa primera dama leyendo cuentos a los
chicos de vacaciones en Mar del Plata.
No me voy a detener acá en los exabruptos fascistas de la
ministra de educación porteña, tampoco en el menosprecio del
ministro de cultura porteño por los premios municipales a la labor
de creadores en literatura, teatro, música y artes visuales,
subsidios a menudo en riesgo.
Pero no puedo pasar por alto a un reciente ministro de educación
nacional que, al encarar una enésima reforma educativa, declaraba
no hace tanto que estábamos ante un "proceso de
reorganización" pedagógico. "Los límites de mi lenguaje
son los de mi mundo", escribió Wittgenstein, pensamiento que
ese ministro seguramente ignorará. Subrayo los términos del
ministro: "proceso de reorganización".
Tzvetan Todorov afirma que un país que ha padecido campos de
concentración tiene el corazón comido por gusanos. Me pregunto
entonces cuál es la calidad educativa en nuestro país que ha
sufrido ya suficientes reformas educativas para que, encima, un
ministro, pueda expresarse en estos términos. No creo necesario
extenderme abarcando la situación siempre precaria de los docentes
en el país donde fue asesinado el maestro Fuentealba y en los
últimos años otros maestros murieron por la explosión de las
garrafas en escuelas convertidas en comederos.
La literatura que me gusta no baja línea. Y, lo que escribo en
esta hoja, tampoco baja línea. Simplemente soy descriptivo, estas
son las cosas que se juegan para quienes elegimos este oficio.
Inexorable, la tensión me impulsa hacia un nervioso desorden
enumerativo. Asumo el riesgo de ser malentendido y juzgado como
aguafiestas.
Pero, a pesar del frenesí y la euforia de la organización y su
expectativa en la facturación, nuestro presente no tiene mucho de
festivo. Quienes me han leído saben que, acá, ahora, persisto en
sostener una contrariada coherencia. Estoy convencido, estos datos y
anécdotas tienen que ver con la escritura. No la determinan, pero
inciden más de lo que me gustaría cuando viene el momento de
publicar.
A pesar de todo, no soy pesimista. Son varias las generaciones
que, en el presente, desde la diversidad y la disidencia, están
generando escrituras cuestionadoras. La crisis que afecta a la
industria es tanto una realidad como la de quienes, a pesar de las
dificultades colectivas y personales de toda índole, persisten en
la escritura y creen que, si bien la escritura no puede transformar
el mundo, puede hacerlo un poco mejor.
La vida es breve, uno escribe contra la fugacidad. Escribir es el
intento muchas veces frustrado de capturar instantes de belleza,
registrarlos para que sobrevivan a pesar de la finitud. Se escribe
en soledad, pero no ajeno a las contradicciones de lo social. Hace
falta una gran tolerancia al fracaso para este oficio. "Escribo
porque sufro", dice John Berger. Y lo dice "con la
esperanza entre los dientes". Y esta es una verdad que no se
transa.
Mientras escribía este texto, para aliviar la tensión, con la
conciencia de que este discurso pronto será olvido, salí a la
noche, al bosque. Me acerqué a un árbol añoso, lo toqué, respiré
la oscuridad. Al volver a la mesa, a la birome negra y a la hoja,
algo había pasado, una especie de gratitud. Y seguí escribiendo.
No cambiaría este oficio por nada.